El genocidio del que nadie habla y está por exterminar a todo un pueblo

 
Los genocidios parecen cosa del pasado. Un recuerdo gris que está al alcance de cualquiera en museos, monumentos y películas que dan fe de cuán riesgoso es tomar el derrotero de la indiferencia y el odio racial. Desde la perspectiva actual, el tema parece liquidado, propio de una clase de historia o de un espíritu conspiranoico; sin embargo, la intolerancia, el fanatismo y el ascenso de distintas ideologías obtusas son capaces de crear un polvorín que —una vez más— muestre el lado más mezquino y decadente de la humanidad.

En pleno siglo XXI, el momento actual no es la excepción: se trata de los rohingyas, un pueblo de poco más de un millón de habitantes que ahora mismo enfrenta una salvaje persecución de tortura y muerte que amenaza con exterminarlos.

A diferencia del 90 % de los habitantes de Myanmar que practican el budismo, los rohingyas son musulmanes y tal parece ser una razón de peso para crear un estigma histórico contra su comunidad. A pesar de que este grupo étnico ha vivido pacíficamente en la provincia de Arakán, al oeste de Birmania, durante siglos, sitio que han hecho su hogar. La versión oficial para comenzar su persecución, es que se tratan de una amenaza, tildándolos de inmigrantes y minimizando su religión y costumbres. La noción de que se trata de un grupo peligroso que crece sin control y tiende al fanatismo religioso es ampliamente reproducida por el aparato gubernamental, instalada en la mente de millones.

El conflicto que se gestó con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la posterior independencia de Myanmar entonces Birmania) en 1948, se agudizó en la década de los 80, cuando una nueva ofensiva gubernamental cortó de tajo los pocos derechos que ostentaban los rohingyas, convirtiéndolos en apátridas ilegales y arrebatándoles toda posibilidad de llevar una vida plena.

En la actualidad, los rohingyas son menos que forasteros para el gobierno local: las leyes no los reconocen como ciudadanos, les prohíben el libre tránsito y no tienen derecho a casarse, ni siquiera a recibir salud, educación o poseer propiedades. Tal campaña gubernamental ha sumado para legitimar el genocidio que está en marcha en el imaginario colectivo del grueso de la sociedad budistas, que miran con indiferencia la cacería que se desarrolla desde entonces y ha recrudecido gravemente en la última época.

La ofensiva desde la política de Myanmar, guiada por la Consejera de Estado Aung San Suu Kyi –irónicamente Premio Nobel de la Paz– es evidente: violaciones colectivas, asesinatos, torturas y desapariciones son algunas de las atrocidades cometidas por las fuerzas de seguridad contra esta minoría étnica; resalta un informe de la ONU sobre la situación de los rohingyas en los primeros meses de 2017.

En Arakán, la zona norte del país y núcleo de concentración rohingya, la represión no tiene fin: de ‘redadas’ policiales que terminan en feroces cacerías de limpieza étnica con ejecuciones y quema de aldeas incluida, hasta una persecución militar que ha causado un éxodo masivo hacia Bangladesh, el país vecino del oeste, donde la mayoría morirá ahogado en naufragios multitudinarios. Al mismo tiempo, el escenario ha favorecido la creación de grupos radicales de ambos bandos, que luchan tanto por su derechos, como por la consecución del exterminio de un pueblo que la propia ONU califica como “sin patria y sin amigos”.

A pesar de la gravedad, el conflicto no recibe la atención necesaria del resto del mundo, tanto por la campaña ideológica que inició en los Estados Unidos a principios del siglo XXI caracterizando al musulmán como un hombre peligroso con ideales terroristas, como por el cerco informativo que mantienen las propias autoridades que provocan consienten el exterminio rohingya.

En esta ocasión no hay #PrayForRohingya, coberturas noticiosas ni opiniones al mayoreo o los millones de comentarios solidarios que caracterizan a las redes sociales ante un acontecimiento mediático, siempre y cuando tal ocurre en una ciudad tan cosmopolita como encantadora. Tan solo existe el silencio cómplice que amenaza con consumar un genocidio una vez más, ante la pasividad y el desinterés internacional.

Alejandro López

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